El conjunto albiceleste se fue rápidamente del certamen tras la igualdad sin goles con el conjunto europeo.
WELLINGTON.- Se terminó la ilusión y se intuye el final de un ciclo. El Mundial de Nueva Zelanda despidió a la Argentina, que llegó a la cita con argumentos para ser protagonista. Un adiós prematuro para un equipo que se acostumbró a llegar a las instancias decisivas, a jugar por los premios importantes de cada certamen. Quedarán en el recuerdo los títulos Sudamericanos Sub 17 y Sub 20, en San Luis y en Montevideo, y el cuarto puesto en el Mundial de Emiratos Árabes Unidos, de hace dos años.
No se guardó nada el equipo, pero no siempre encontró la llave para abrir la puerta. Tuvo entrega y búsqueda, con el corazón en la mano, sin un patrón de juego definido, apostando al talento de las individualidades y al desequilibrio colectivo en alguna combinación entre las soluciones ofensivas que lanzó a la cancha el director técnico. No le alcanzó. Tuvo sus oportunidades, pero por impericia en la definición o porque el destino no le guiñó el ojo, como ocurrió en otros tiempos.
Encontró su mejor versión, después de un arranque dubitativo. Enseñó temple para jugar un partido definitorio, de esos que marcan el cuerpo y también el espíritu. La Argentina entendió que se trataba de un mata-mata el encuentro con los austríacos, un conjunto ordenado, que se cierra y bloquea los laterales para no ser desbordado. Las dudas se agigantaron en el comienzo, cuando un remate de Gruber, y un cabezazo y un disparo de Grubeck pusieron en aprietos a Batalla. Fue todo lo que enseñó Austria en ataque: tres situaciones en siete minutos.
Desde entonces, la Argentina empezó a conectarse. Cubas se posicionó para ser el primer pase; Espinoza se convirtió en una carta de peso para romper la banda derecha. Una genialidad de Correa, que no estuvo en su rendimiento más alto, cansado, sin resto físico para conducir, habilitó a Tripichio, que definió: era gol, pero la pelota estalló en Simeone y la Argentina empezó a padecer las complicaciones para romper el cerco de Tino Casali, figura y único sostén de los europeos.
El guardavalla austríaco le ahogó el grito a Correa, a Tripichio y a Simeone, después de una jugada en velocidad entre Mammana y Tomás Martínez.
Con los cambios, Austria se resignó a no atacar; con las modificaciones, la Argentina sumó nombres ofensivos, aunque la acumulación de atacantes, por momentos, ahogó a los jugadores. Con Romero Gamarra, Pavón y Buendía, la selección intentó torcer el rumbo. No era cuestión de amontonar, era tener la lucidez necesaria -también la dosis de fortuna que todo equipo debe tener- para quebrar al rival. Porque tuvo oportunidades, al igual que en el primer tiempo, la Argentina. Correa, casi desde el piso, de cabeza, remató por encima del travesaño; luego, el delantero de Atlético de Madrid, capturó un rebote y su envió cayó manso a las manos de Casali. También Romero Gamarra tuvo su ocasión, el disparo se abrió demasiado.
Se fue consumiendo el tiempo, la desesperación por el triunfo que no la hiciera depender de otros ató a los juveniles. Todo se redujo a centros, a ganar en el aire pero de manera incómoda, a enseñar frustración porque el sueño se desvanecía.
Fuente: canchallena.lanacion.com.ar